TdS nos trae uno de los pilares de los estudios subculturales clásicos

José Emilio Pérez Martínez
Libro reseñado: 
Portada Rituales de resistencia
27/05/2014
Stuart Hall
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Hace unos meses nos dejaba consternados la muerte de Stuart Hall (03/02/1932, Kingston – 10/02/2014, Londres), intelectual y militante impenitente que jugó un papel de vital importancia en el nacimiento, configuración y crecimiento de los estudios culturales como disciplina y del Centre for Contemporary Cultural Studies (CCCS o Escuela de Birmingham) como institución.

Una pérdida que, en cierto modo, dejaba “huérfanas” a varias generaciones de simpatizantes y practicantes de esta disciplina, para los que la figura de Stuart Hall era un auténtico referente. Sin embargo, no todo son tristezas y pesares. Traficantes de Sueños publica este mes de mayo, por primera vez en España y traducido al castellano, el volumen colectivo, editado por Hall y Tony Jefferson: Resistance Through Rituals (Rituales de resistencia. Subculturas juveniles en la Gran Bretaña de postguerra en esta edición traducida).

Esta obra, que en cierto modo marcó el pistoletazo de salida para los estudios subculturales, apareció originariamente publicada en 1975, como los números 7 y 8 de los Working Papers in Cultural Studies. Fue un trabajo colectivo que plasmaba los esfuerzos intelectuales del Sub-Cultures Group del Centro, junto a colaboraciones de alumnos ajenos a este grupo de investigación (como Paul Willis, Ian Chambers o Rachel Powell) e incluso de autores que no llegaron nunca a pertenecer al CCCS (como es el caso de Simon Firth o Paul Corrigan).

El texto recoge un trabajo que estaba en proceso en el momento de su publicación y puede que de ahí provenga la frescura (en aquel entonces) de algunos de sus planteamientos teóricos. Es un reflejo fiel de la praxis de reflexión colectiva del CCCS, de ahí su naturaleza algo “laxa” y su estructuración en capítulos temáticos, lo que hace muy valiosa la inclusión del prefacio “Retorno a Rituales de Resistencia” escrito a treinta años de la aparición de la obra, y que supone un muy útil comentario a la misma, el contexto teórico de su gestación y los debates posteriores que ha generado.

Decía que la obra ha de entenderse “en cierto modo” como arranque de los estudios subculturales ya que existen unos antecedentes a la labor de la Escuela de Birmingham. Fueron los miembros de otra escuela, en este caso la de Chicago, pioneros en la sociología urbana, los que acuñaron el término subcultura y desarrollaron un importante corpus bibliográfico dedicado a los jóvenes y sus bandas, como fue el libro The Gang. A Study of 1313 gangs in Chicago (1926) de Frederick Thraser. Esta corriente de estudios tendría nuevas aportaciones en décadas posteriores como sería el libro Street Corner Society (1943) de William Foote Whyte (miembro de la “Segunda Escuela de Chicago”), que incorporó la observación participante para estudiar las formas de asociación de los jóvenes de Boston. Otro escalón previo en el desarrollo de esta modalidad de estudios se encuentra en el libro del francés Jean Monod Los Barjots: etnología de bandas juveniles, publicado en 1968, un acercamiento desde la antropología a las bandas de bloussons-noir francesas. Un texto que adelantaría algunos de los presupuestos contenidos en el volumen coordinado por Hall y Jefferson. El que sí que puede considerarse referente inmediato del trabajo desarrollado en Birmingham es el artículo de Phil Cohen "Sub-cultural Conflict and Working Class Community", aparecido en 1972, en el número 2 de los Working Papers in Cultural Studies. Este texto ya se acerca a dos de las subculturas juveniles que todavía poblaban el East End londinense, los mods y los skinheads, y a los marcos de análisis que se desarrollan en Rituales de Resistencia.

La aparición de las “espectaculares” subculturas juveniles en la época de postguerra, cuyo primer ejemplo fueron los teddy boys en la década de 1950, conforma el punto de partida para teorizar el contexto de las dinámicas de negociación de la hegemonía social en la Inglaterra de después de la Segunda Guerra Mundial. Unos años en los que se produjo una crisis en la conciencia y en la cultura de la clase trabajadora, pues parte de las instituciones hasta entonces representativas de dicha clase convergieron con la cultura dominante alrededor de las ideas de interés nacional, economía mixta y estado de bienestar. Hasta cierto punto las formas de militancia tradicionales de la clase trabajadora británica fueron incorporadas, a partir de esta convergencia, por la cultura dominante en los procesos de negociación de la hegemonía social, generando unas contradicciones dentro de la cultura de la propia clase trabajadora. Uno de los aspectos en los que mejor se manifestarían las mismas serían las tensiones que aparecerían entre los jóvenes y su cultural parental de clase trabajadora. Unas tensiones que serían solucionadas “mágicamente” en la esfera del placer – hay que tener en cuenta que hablamos de la primera vez en la historia en la que los jóvenes, insertos en unas crecientes dinámicas de consumo, podían llevar una existencia diferenciada de la de sus padres – a través de la creación de estas subculturas.

Basadas en definidos estilos (maneras de vestir, de hablar, de cómo y qué consumir, y en determinadas formas rituales), las subculturas juveniles supusieron, y todavía suponen, una forma clara de identidad colectiva para sus miembros, y un desafío simbólico al entendimiento de aquellos que permanecen ajenos a sus diversas realidades. En un momento en el que las formas de participación y resistencia política clásicas comenzaban a ser incorporadas, y por lo tanto “domesticadas”, por los grupos dominantes, las subculturas juveniles aparecen como una nueva modalidad de resistencia que contesta de forma simbólica y en la esfera de lo cultural su subordinación, generando, al fin y al cabo, nuevas formas de hacer política. Este sería, grosso modo, el punto de partida para analizar el cómo y el por qué de realidades como los teddy boys y su amor por el rock and roll, el estilo “afeminado” de los mods, la recuperación de parte de los valores tradicionales de la clase trabajadora por los skinheads, el papel del lenguaje, la espiritualidad y la música reggae para los rastas, la importancia del “no hacer nada” para los jóvenes de la postguerra, cómo determinadas formas de violencia entran dentro de ese “no hacer nada”, qué papel juega el consumo de drogas en determinadas subculturas juveniles, etcétera. Como ya he señalado un poco más arriba el componente colectivo del volúmen lo dota de cierto eclecticismo. Sin embargo, sí me gustaría detenerme un poco más en profundidad en dos capítulos de Rituales de Resistencia. Uno por su importancia dentro del análisis subcultural y otro por cubrir un aspecto que, de otro modo, habría quedado vacío.

El primero sería el trabajo de John Clarke sobre cómo se crea y qué significa el estilo dentro de las subculturas, que es, en mi humilde opinión, uno de los mejores momentos de Rituales de Resistencia. Recupera Clarke el concepto de bricolage de Lévi-Strauss para explicar cómo generan estilo las distintas subculturas juveniles. Un estilo que incide en la espectacularidad de estas formas culturales, y que se construye en relación con un repertorio simbólico preexistente, normalmente asociado a las culturas dominante y parental. A través del bricolage los miembros de una subcultura (actuando como bricoleurs de acuerdo con Lévi-Strauss) seleccionarían elementos y objetos de una matriz cultural previa, recolocándolos en un nuevo universo simbólico y dotándoles de un nuevo significado, constituyendo, por lo tanto un nuevo discurso. Normalmente asociado al campo de la moda, a las formas de vestir, el resultado de este bricolage subcultural habría de entenderse en una lógica oposicional, como una representación del conflicto existente entre este subconjunto y las culturas dominante y parental del contexto social en el que se insertan. Así la apropiación del “estilo eduardiano” por parte de los teddy boys, del look de inspiración “ivy league” por parte de los mods, o la reinterpretación de algunos elementos propios de la clase trabajadora por parte de los skinheads (como las botas de trabajo o los tirantes) ayudarían a levantar las fronteras que generarían nuevas identidades grupales y que ayudarían a solucionar “mágica” y simbólicamente las tensiones a las que anteriormente hacía referencia. Es importante apuntar que el mismo procedimiento puede aplicarse a la construcción de argots y jergas propias de cada subcultura, que serían, sin duda alguna, otro de los grandes sustentos de las distintas identidades subculturales. Igualmente habría que tener en cuenta que es precisamente a través de la comercialización y normalización de estos estilos como los distintos grupos dominantes han vaciado de su contenido oposicional originario a las distintas subculturas, convirtiéndolas en meros bienes de consumo, sacándolas de la relativa oscuridad en la que se movían en su orígenes y haciendo de ellas moda (como ocurrió con lo mod, lo punk, etc.).

En cuanto al capítulo de Angela McRobbie y Jenny Garber, “Las chicas y las subculturas: una investigación exploratoria”, es el único referente dentro del libro que atiende a la relación entre las mujeres y el fenómeno subcultural, que se ha sido mostrado siempre como eminentemente masculino. McRobbie y Garber denunciaron la invisibilidad a la que se sometía a las chicas en la literatura subcultural, a la par que dejaban unas posibles líneas de análisis para trabajar sobre el papel de las mujeres dentro de las subculturas “tradicionales” de la Inglaterra de postguerra. Habría que añadir la dimensión crucial de las estructuras de sexo y género (además de la clase, el contexto histórico y social, etc.) para poder acercarse a la realidad y la naturaleza de esta relación. Parece evidente que el papel de las chicas dentro de las subculturas de postguerra era de secundariedad estructurada, basada en la combinación de determinados factores como serían la centralidad del hogar en los roles femeninos dentro de la clase trabajadora, las diferencias en el sistema de valores parental (que obligaría a las chicas a divertirse “sin meterse en líos”, con lo que su relación con el exterior estaría mediada) o a la aparición de una “cultura del dormitorio” alimentada por el mercado del ocio. De hecho lo importante, de acuerdo con las autoras, no sería tanto la presencia o ausencia de las chicas en las subculturas masculinas sino detenerse en el análisis de los modos complementarios en los que las chicas actúan entre sí, y las formas culturales (distintivamente femeninas) que surgen de estas dinámicas. Así es como McRobbie y Garber presentan la cultura teenybopper, una forma subcultural “empaquetada”, altamente comercializada y que tuvo como pilares la centralidad del hogar (a través del dormitorio), su flexibilidad (inclusiva, sin ritos de pasaje) y sobre todo la ausencia de riesgo de humillación (asociada a la participación activa en una subcultura masculina).

En definitiva, Traficantes de Sueños nos trae uno de los pilares de los estudios subculturales clásicos. Una obra de obligada lectura, que abre las puertas a la abundante literatura posterior igualmente necesaria para profundizar en el desarrollo y entendimiento de este fenómeno que, en cierto modo, revolucionó el siglo XX. Podemos citar, entre otros: Los hippies: una contra-cultura de Stuart Hall, Subcultura: el significado del estilo y Cut 'n' Mix: Culture, Identity and Caribbean Music de Dick Hebdige o Aprendiendo a trabajar de Paul Willis, De jóvenes, bandas y tribus de Carles Feixa o los estudios de Henry Jenkins sobre las comunidades de fans y su relación con los media, como Piratas de textos. Fans, cultura participativa y televisión. Por otro lado, y para concluir, espero que la publicación de este texto clásico en castellano ayude a devolver a los estudios culturales aquel matiz político y militante que les caracterizaba en su primera generación, abandonando su actual estatus de cajón de sastre en el que todo vale.