La transformación social desde la reproducción de la vida

Raquel Gutiérrez Aguilar nació en México en 1962. Inició su militancia como estudiante de matemáticas de la UNAM en medio de un contexto de solidaridad con las guerrillas en Centro América. Durante la década de los 80’s, México vivió de cerca el triunfo de la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua (1979) y estuvo abierto a experiencias de exilio, especialmente, de activistas provenientes de El Salvador. En este último país, Gutiérrez se vinculó, a sus 21 años de edad, a una estructura clandestina que sólo comprendió en la cárcel, cuando escuchó a sus captores y confirmó, a través de la tortura, que ella era sólo una pieza del conjunto de estructuras.

A partir de esa experiencia, Raquel Gutiérrez no detuvo su vida política y militante. Desarrolló ideas y prácticas que articuló con el movimiento minero y cocalero boliviano, con quienes participó en la fundación del Ejército Guerrillero Tupac Katari (EGTK) en 1986. Seis años después fue detenida nuevamente, esta vez en Bolivia, durante el mismo periodo en el que surge el zapatismo y Sendero Luminoso sufre graves golpes. Ambos hechos añaden un nuevo ingrediente a su reflexión política alrededor del cómo. Cómo, a partir de la experiencia compartida en la lucha, se puede hacer comunicable el sentir, el hacer y cómo esto configura también el contenido de lo que enuncia.

Parte de las respuestas a esta pregunta se encuentran en varios de sus libros: ¡A desordenar! Por una historia abierta a la lucha social (2006) escrito en la cárcel, Desandar el laberinto. Introspección en la feminidad contemporánea (2015) y Los ritmos del Pachakuti: movilización y levantamiento indígena-popular en Bolivia (2000-2005), producto de su tesis doctoral  publicada en 2009.

En Horizontes comunitario –populares. Producción de lo común más allá de las políticas estado-céntricas, libro publicado en este 2017, se reúnen seis artículos escritos por Raquel Gutiérrez entre 2011 y 2015, cuyo punto común se encuentra en “la preocupación por entender las formas de la política y lo político que se practican y piensan desde abajo, y que se visibilizan tanto en los momentos más enérgicos de la lucha social como en los cotidianos esfuerzos por sostener material y simbólicamente la reproducción de la vida social” (p. 13). Desde la experiencia que vivió en El Salvador, Gutiérrez no ha dejado de preocuparse por hacer comunicable la riqueza de la lucha social y en este libro se expresan con gran claridad varios de sus planteamientos.

En el primer artículo de este libro, Insubordinación, antagonismo y lucha en América Latina, Raquel Gutiérrez se pregunta si es fértil todavía la noción de “movimiento social” para comprender la lucha social en el continente. En especial, porque dicha categoría se volvió de uso común para nombrar la capacidad colectiva de intervenir en asuntos públicos a comienzos del siglo XXI. Según esta autora, si bien el término contribuyó a recuperar la posibilidad de entender la historia a partir de la lucha social, también clausuró su fuerza expresiva colapsándola en un concepto cerrado. Además, limitó la comprensión más amplia de lo político a una perspectiva estado-céntrica que marcó la pauta en este periodo. De allí que su apuesta sea la de conocer las luchas desde las luchas mismas. Para esto, indaga en las condiciones de posibilidad de otras formas de lo político, que para ella “hunden sus raíces en múltiples y plurales entramados comunitarios de reproducción de la vida” (p. 22) y que además pueden ser abordadas desde el punto de vista de la estabilidad o de la inestabilidad. En otras palabras, se puede entender la lucha de dos maneras: 1) como un proceso de inestabilidad de un cuerpo social tendiente a llegar a un nuevo momento de estabilidad (mirada más cercana a la clásica posición estado-céntrica de izquierda); o 2) como una perspectiva que reconozca la tendencial subversión y desborde de los límites impuestos. Estos últimos, a su vez iluminan los difusos, diversos e incluso contradictorios horizontes interiores[1] de quienes luchan.

En síntesis, en este artículo Gutiérrez pretende reafirmar que “es a partir del despliegue de la propia lucha común que se aclaran los caminos a seguir, se precisan los aspectos centrales a subvertir y se construye, paulatinamente, la capacidad material y la lucidez y precisión para ampliar los fines a alcanzar” (p. 31). Por esta razón, considera que el término “movimiento social” es limitado y propone, en cambio, un sustantivo común que nombre y reconozca lo que no se hace visible en momentos de antagonismo social: un entramado comunitario que se expresa en íntimas relaciones de producción de la experiencia cotidiana y acoge la “heterogénea multiplicidad de mundos de la vida que pueblan y generan el mundo bajo pautas diversas de respeto, colaboración, dignidad y reciprocidad no exentas de tensión, y acosadas, sistemáticamente por el capital” (p. 33).

Los ritmos del Pachakuti. Breves reflexiones en torno a cómo conocemos las luchas emancipatorias y a su relación con la política de la autonomía

En este capítulo la autora se pregunta por la complicada relación entre la emancipación social y la cuestión del poder en tiempos de gobiernos progresistas. Para ello retoma algunos ejemplos de la situación que mejor conoce: el caso boliviano. De acuerdo a la necesidad de comprender la capacidad de la lucha social, recoge el testimonio de una mujer aymara del sindicato de vendedoras de pescado de El Alto que, desde mi punto de vista, condensa lo que Raquel Gutiérrez pretender argumentar:

“Mira, Evo es como el marido que se casa con todos nosotros, con Bolivia, el día de las elecciones. Él tiene su tarea, nosotros tenemos la nuestra. Que no se meta con nosotras, que no venga a decirnos qué hacer. Nosotras ya hemos aprendido qué tenemos que hacer. Él tiene que estar ahí ocupándose de que los extranjeros y los qàras no molesten. Nosotras vamos a hacer todo lo demás” (p. 44).

En este ejemplo, es clara la distinción de tareas que debe cumplir cada actor en un proceso de transformación. Asimismo responde a varios debates que, en América Latina, se expresan como una discusión excluyente entre política estado-céntrica y política autónoma. Para esta autora mexicana, “estas dos formas de política son esencialmente dos cosas distintas desde su fundamento, que se proponen objetivos que corren por causes diferentes (…) y que en ocasiones se confrontan totalmente, pero no siempre, y sobre todo, no necesariamente” (p. 61).  De allí que alerte sobre las posibles confusiones que se presentan en quienes encarnan la política autónoma cuando asumen el punto de vista de la totalidad social del estado, y el riesgo en el que están quienes ejercen los roles institucionales, porque llegan a obstaculizar el despliegue de la misma lucha por temor a nuevos episodios de inestabilidad.

En el tercer capítulo, Políticas en femenino: transformaciones y subversiones no centradas en el estado, Gutiérrez se concentra en desarrollar lo que ha denominado horizonte comunitario-popular[2] y en cómo éstos han animado las perspectivas políticas de los estados plurinacionales. Ella sostiene que las prácticas comunitarias y populares se realizan en tiempos cotidianos y ordinarios, y que tienen como objetivo la conservación y el cuidado de los recursos colectivamente disponibles para garantizar las condiciones materiales de la reproducción de la vida. Estas iniciativas, simultáneamente, se contraponen a  la violenta apropiación privada de los bienes comunes, cuyas prácticas jerarquizan y segmentan a las sociedades. Desde su punto de vista, el calificativo “en femenino” hace referencia a la necesidad de tener como punto de partida el compromiso colectivo con la reproducción de la vida humana y no humana. Retoma el llamado clave de Silvia Federici, ante la importancia de la reproducción de la vida material en la acumulación del capital y, al mismo tiempo, reconoce el hecho histórico de la asociación que se ha impuesto a las mujeres en este plano.

Desde esta perspectiva, cuestiona la asociación que se hace entre lo común y lo público, para afirmar que lo común es lo poseído o compartido por varios, y no lo que es de ninguno y de todos. Para ella, lo común:

“es acción colectiva de producción, apropiación y reapropiación de lo que hay y de lo que es hecho, de lo que existe y de lo que es creado, de lo que es ofrecido y generado por la propia Pachamama y, también de lo que a partir de ello ha sido producido, construido y logrado por la articulación y el esfuerzo común de hombres y mujeres situados histórica y geográficamente” (p. 74).

Es decir, si lo común es producido por acción colectiva y compartida, lo público-estatal, al vaciarse de contenido concreto, es la deformación de un supuesto común ampliado que habilita el despojo, la enajenación y el monopolio de la capacidad de decidir desde abajo. De allí que en los casos de Ecuador, Guatemala o Bolivia se tengan potentes capacidades de articulación de políticas en femenino y, a la vez, riesgos de limitarse a un lógica masculina-hegemónica del capital y del estado[3].

¿Puede ser útil la noción de “reformismo desde abajo”?

Es el cuarto artículo en donde Gutiérrez presenta algunas reflexiones desde experiencias de lucha en Venezuela. De manera inesperada, la autora denomina la experiencia vivida en Ecuador como paradigmática, la de Bolivia como dramática y a la de Venezuela le otorga una capacidad esclarecedora, en tanto los heterogéneos entramados comunitarios en lucha, movilizados o levantados, no han atravesado un proceso de expropiación de sus esfuerzos.

Sin embargo, Gutiérrez sí es muy crítica en el análisis que presenta cuando parte de la necesidad de ir en contra y más allá del capital. Es decir, si continuamos con la idea de entender a la vida misma como lucha y no sólo los distintos modos de producción del capital, es necesario estar en contra de él y, a la vez, autoafirmar las prácticas comprometidas con la reproducción material y simbólica de la vida. En este sentido, reconoce que en Venezuela, a pesar de los intentos de generar transformación de arriba hacia abajo, “no ha sido posible alterar ni subvertir, de fondo, la columna vertebral de las relaciones capitalistas: la separación entre los que trabajan y quienes producen” (p. 90).

Bajo este argumento, organiza lo que para ella serían las implicaciones que tiene, por un lado, la creación de los Consejos Comunales y, por el otro, el movimiento cooperativo en Venezuela a través de la Central Cooperativa de Servicios Sociales – CECOSESOLA-.  Gutiérrez concluye que, en el primer caso, no se convoca a que la población decida y resuelva problemas compartidos, sino que se le llama a “participar” en programas ya creados desde el gobierno, limitando la construcción de autogobierno. En el segundo caso, resalta la capacidad de generar ingresos y decisiones comunes sostenidas en el tiempo, pero identifica, a la vez, una mirada gubernamental que sólo provoca, a partir del cumplimiento de certificados de producción, una amenaza para la continuidad de estas iniciativas. De esta forma cierra el artículo afirmando que Venezuela, a pesar de los aciertos y desaciertos, es un extraordinario laboratorio para aprender tanto de los peligros como de las posibilidades de la transformación social.

Más allá de la “capacidad del veto”: el difícil camino de la producción y la reproducción de lo común.

En este artículo Gutiérrez inicia con una cita a Holloway, quien afirma que en el principio de las acciones populares, la consigna era el NO, era el ¡Basta!, en referencia a las distintas expresiones de veto que tuvimos en América Latina durante los años 90 y los primeros años del siglo XXI. Para ella, se trató de una fase aguda de vetos sociales con distintos alcances, entre ellos, el despliegue que tuvo nuevamente el horizonte de reapropiación de la riqueza común y la formación de un carácter distinto de la política: la política de lo común. En este sentido, la autora contrapone las formas liberales que adoptan la política y lo político, frente a la forma comunal o comunitaria: