Supremacismo daltónico: cuando los supervivientes son acusados de terroristas

Eudald Espluga
Libro reseñado: 
PlayGround
20/02/2018
#BlackLivesMatter

El movimiento Black Lives Matter demostró que el racismo es un fenómeno mucho menos simple de lo que parece. Ahora se han publicado dos obras fundamentales para comprenderlo: 'When they call you a terrorist', de Patrisse Khan-Cullors, y 'Un destello de libertad', de Keeanga-Yamahtta Taylor

A finales de los años sesenta, J. Edgar Hoover —por aquel entonces director del FBI—, declaró que los Black Panthers eran "la principal amenaza interna" a la seguridad de los Estados Unidos. Se criminalizó a los miembros del partido y a toda la organización ciudadana que lo sustentaba. Sin ir más lejos, ya entrados los años setenta, una figura de la talla de Angela Davis fue detenida y encarcelada. La trataron de "terrorista".

El cuadro se pinta rápido: el movimiento contestatario había tocado techo en 1968 —especialmente la lucha por los derechos civiles, de la mano de Martin Luther King, que fue asesinado ese mismo año en Memphis—, la revancha conservadora empezaba con la victoria de Nixon y la crisis urbana —viviendas precarias, desindustrialización, brutalidad policial, altas tasas de desempleo, un sistema escolar en crisis— ya no se iba a combatir con más planes sociales. Ronald Reagan, la reestructuración neoliberal de la economía y la "guerra contra la droga" se dibujaban en el horizonte.

Pero utilicemos este año 1968 como palanca para saltar hasta el presente. Hasta justo 50 años después. Patrisse Khan-Cullors y Asha Bandele publican When they call you a terrorist, una memoria del movimiento Black Lives Matter, del que fueron impulsoras.

Todo empezó en 2014 con las protestas en Ferguson por el asesinato de Mike Brown a manos de la policía. La lista de afroamericanos ejecutados sin motivo ya entonces era larga: en Philadelphia, por ejemplo, el 80% de ciudadanos que habían recibido disparos provenientes de la policía entre 2007 y 2013 eran afroamericanos. Durante los tres años de efervescencia del movimiento, la lista de asesinatos arbitrarios se ampliaría: "Mike Brown sólo estaba caminando por la calle. Eric Gardner estaba parado en una esquina. Rekia Boyd estaba en un parque con amigos. Trayvon Martin estaba caminando con un paquete de Skittles y una lata de té helado. Sean Bell estaba volviendo de la fiesta de solteros la noche antes de su boda. Amadou Diallo estaba saliendo del trabajo."

El Black Lives Matter fue criminalizado desde el principio: las protestas eran convertidas en "disturbios", en un problema de seguridad pública, en amenazas de rebelión. Pero este relato tuvo un punto culminante. El 7 de julio de 2016, durante una marcha en Dallas, un excomabtiente en Afganistán decidió abrir fuego con un rifle francotirador contra la policía, asesinando a cinco oficiales. A partir de ese momento, desde la Casa Blanca se tildó al movimiento de terrorista: "yo, o cualquier miembro de mi familia, puede ser asesinado con impunidad. Y todavía así me llamaron terrorista. Los miembros de nuestro movimiento fueron llamados terroristas. Nosotras —Alcia Garza, Opal Tometi y yo—, las tres mujeres que fundamos Black Lives Matter, fuimos llamadas terroristas. Nosotros, la gente. Nosotros no somos terroristas. Yo no soy terrorista. Yo soy Patrisse Marie Khan-Cullors Brignac. Soy una superviviente."

¿Supremacismo daltónico?

Probablemente, lo más significativo del Black Lives Matter es que surgiera bajo el mandato demócrata de Barack Obama. Significativo no por la supuesta contradicción de que un movimiento por la "liberación negra" se produjera contra el gobierno del primer presidente afroamericano de la historia de Estados Unidos, sino por lo que explica Keeanga-Yamahtta Taylor en otro libro de reciente publicación, Un destello de libertad (Traficantes de Sueños): porque el triunfo de Barack Obama rubricaba un discurso cultural que llevaba años ganando fuerza, el de la "sociedad posracial".

La idea es simple: el color de la piel se habría vuelto irrelevante para el éxito. El sueño americano por fin se habría convertido en un sueño universal: "el éxito de una cantidad relativamente pequeña de afroamericanos es mostrada como una reivindicación del ethos daltónico de Estados Unidos y como un testamento de un pasado racista superado". El propio presidente Obama sostuvo esta idea a lo largo de sus dos mandatos, señalando que los incidentes por motivos raciales, en la actualidad, eran producto de "conductas y morales personales caducas", mientras que "ya no son endémicos o sancionados por leyes y costumbres".

El reverso de la tesis de la sociedad posracial es evidente: "la pobreza negra, el encarcelamiento y la muerte prematura son vistos ampliamente como productos de la insolencia y el deterioro de la responsabilidad personal de los negros y negras". Se asume que, con el supuesto derribo de las barreras formales discriminatorias, ya no tiene sentido hablar de "racismo institucional" ni que las luchas se organicen a partir de la noción de "comunidad": la madurez personal, el compromiso y el sentido del deber serían ahora los únicos indicadores tanto del éxito como del fracaso. Para los defensores de la sociedad posracial, la miseria es responsabilidad de cada uno. Individualismo, meritocracia e igualdad ante la ley: el supremacismo, insinúa Taylor, se ha vuelto daltónico.

La autora de Un destello de libertad ve en la rebelión de Baltimore el clímax de este cambio de paradigma hacia unas "políticas post-negras". El levantamiento contra el asesinato de Freddie Gray, ocho meses después de lo ocurrido en Ferguson, simbolizaba el absurdo del relato posracial que sostenían las nueva élite política afroamericana. El caso de Gray fue de los más brutales: en un vídeo se veía cómo era detenido sin motivo, cómo lo metían dentro de la furgona y cómo lo sacaban al cabo de un rato, muerto y con la columna vertebral prácticamente cortada por la mitad. El caso no solo fue especial por la brutalidad, sino porque lo que distingue Baltimore de otras ciudades es que "el establishment político negro gobierna la ciudad".

"A pesar de la participación de un policía negro, un abogado negro y un juez negro, la justicia fue esquiva para Freddie Gray. [...] A pesar del incumplimiento total de la ley por parte del Departamento de la Policía de Baltimore, la alcaldesa Rawling-Blake reservó sus peores comentarios para aquellos que se sumaron a los levantamientos, llamándolos 'criminales' y 'vándalos'. Pocos días después, el presidente Obama siguió sobre los pasos de la alcaldesa cuando habló de "criminales y matones que destruyeron el lugar".

Aunque Keeanga-Yamahtta Taylor acusa directamente a las élites negras de haberse dejado llevar por las dinámicas de poder, su discurso no busca echarles la culpa a los representantes afroamericanos. Por el contrario, su objetivo es entender que su representatividad pública forma parta de una estrategia electoral que pretende mitigar las protestas callejeras. La posición de poder de estos líderes es utilizada para confirmar la teoría de la sociedad posracial o daltónica, y blanquear así unas estructuras sociales, políticas e ideológicas que siguen siendo racistas, al mismo tiempo que se institucionaliza y encauza la indignación y el descontento popular.

Solo se puede hablar de la "criminalidad" y la "cultura de la pobreza" en abstracto si se ignora el descuartizamiento de los servicios sociales, la segregación residencial, el desequilibrio del sistema escolar, los sesgos discriminatorios en el encarcelamiento masivo. Esta cegera es el gran retroceso que denuncian Patrisse Khan-Cullos y Keeanga-Yamahtta Taylor respecto a los últimos 50 años: lo que Martin Luther King tenía claro en 1968 —"la revolución negra es mucho más que la lucha por los derechos de los negros. Consiste en forzar a Estados Unidos a enfrentar todos sus errores interrelacionados (racismo, pobreza, militarismo y materialismo)— hoy no es ni mucho menos evidente. Basta recordar que en 1993, Bill Clinton se plantó en el mismo púlpito de Memphis en el que Luther King pronunció su último discurso para reinterpretar su mensaje: "luché para impedir que la gente blanca estuviera tan llena de odio como para ejercer la violencia sobre la gente negra. No luché por el derecho de la gente negra a matar a otra gente con temeraria indolencia".

Supremacismo daltónico es la equidistancia ante la injusticia, amparada en la ficción de la sociedad posracial; es justificar el dominio de los "capaces" sobre los "incapaces" ("criminales", "débiles", "peligrosos", "vagos") haciendo abstracción de la relación entre clase y racialización; es blanquear estructuras de dominación y desarticular los contrapoderes sociales que tratan de combatir la discriminación, llamando a "los políticos negros a 'desracializar' sus mensajes políticos para evitar espantar a sus votantes blancos"; es difuminar el antagonismo de clase entre blancos y hacer de la "blanquitud" una categoría aspiracional.

El supremacismo blanco, concluye Taylor, no es una estrategia coherente, no quiere decir simplemente que todos los hombres blancos son supremos o mejores. "Históricamente, el supremacismo blanco ha existido con el fin de marginar la influencia negra en las esferas sociales, políticas y económicas, al tiempo que para oscurecer las diferencias más importantes en las experiencia sociales, políticas y económicas de la gente blanca. Como la esclavitud, la supremacía blanca era necesaria para maximizar la productividad y los beneficios mientras se atenuaban los antagonismos, ásperos en otro caso, entre hombres blancos ricos y hombres blancos pobres."

Terroristas incoloros

La retórica del "terrorismo" es ideológica y racista. Así lo explica la propia Angela Davis en el prólogo de When they call you a terrorist. No es solo que la lista de sospechosos de terrorismo del FBI sea ridícula y descabellada —hasta 2008 Nelson Mandela figuraba en esa lista—, sino que además tiene un sesgo discriminatorio evidente: "que yo sepa, ningún supremacista blanco que ejerza la violencia ha sido nunca etiquetado como terrorista por el Estado. Ni los asesinos de Emmett Till ni los bombarderos del Ku Kux Klan que acabaron con las vidas de Carole Robertson, Cynthia Wesley, Denise McNair y Addie Mae Collins [...] fueron nunca acusados de terrorismo ni oficialmente tipificados como terroristas".

La acusación de terrorismo contra el movimiento Black Lives Matter terminó por romper un hechizo que ya había empezado a resquebrajarse con el asesinato de Mike Brown. Ahora era mucho más difícil creer que vivimos en sociedades posraciales, puesto que, además del color de su piel, lo único que unía a todos los jóvenes ejecutados por la policía era el hecho de que estaban haciendo las "cosas correctas", exactamente las mismas cosas que los teóricos de la sociedad daltónica sostenían que debían hacer si querían tener éxito en la vida.

Sin embargo, mientras que la violencia policial podía todavía achacarse al racismo residual de los agentes de policía —el asesino de Michel Brown, al ser interrogado, describió al joven como un monstruo gigante que lo sacudió como una muñeca de trapo y que habría podido matarlo de un golpe, cuando en realidad tenían la misma estatura—, es imposible hacerlo con el racismo de las instituciones. Basta recordar que Micah Johnson, el francotirador de Dallas que asesinó a cinco agentes durante la marcha del Black Lives Matter, no solo fue tildado de "terrorista", sino que se convirtió en el primer estadounidense en morir bombardeado por la policía. Los cuerpos de seguridad utilizaron un robot teledirigido para hacer estallar una bomba contra él. "No hubo jurado, no hubo juicio. Tampoco la paciencia que se mostró hacia los asesinos que mataron a tiros a nueve feligreses en Charleston".

La acusación de terrorismo es la expresión más radical de la criminalización de la pobreza y la exclusión. Es el límite que deja en evidencia al supremacismo daltónico y que nos obliga a entender el racismo de una forma mucho menos simple, atendiendo a la interseccionalidad de las diferentes luchas, incluso ante las formas más evidentes de discriminación. "El racismo en Estados Unidos", concluye Keeanga-Yamhatta Taylor, "nunca ha consistido en abusar de las personas de color por el hecho mismo de hacerlo. Ha sido siempre un medio por el cual los hombres blancos más poderosos del país han justificado su ley, hecho su dinero y mantenido al resto de nosotros en nuestro sitio."