Para quien nos enseñó a buscar el amanecer dentro del crepúsculo / Gigi Roggero

En «Per Toni, che ci ha insegnato a cercare l’aurora dentro l’imbrunire», publicado en la revista Machina el 17 de diciembre de 2023, Gigi Roggero recuerda a Toni Negri como militante y pensador en unidad contradictoria e indisoluble; uno y otro en última instancia siempre políticos; uno y otro, en última pero también en primera instancia, siempre revolucionarios; es decir, movidos por el deseo de revolución.

Temo que los desfiles y los mausoleos, el culto de los homenajes aneguen en dulzones óleos la sencillez de Lenin. Tiemblo — como si temblara por mis propias pupilas— de temor a que lo ultrajen maquillándolo con acaramelados colorines.
 Vladimir Mayakovsky, Vladimir Ilich Lenin (1924)[1]

Amanecía el nuevo milenio. El milenio que se abre con la globalización en la boca y la crisis en el vientre. El milenio inaugurado, en noviembre de 1999, por las manifestaciones de Seattle: un nuevo ciclo de movimiento global que perturba el sueño de quienes creían haber ganado definitivamente la lucha de clases y saldado cuentas con la historia, como no fuera por el millennium bug. En esa encrucijada, Toni Negri —junto con Michael Hardt— formula la hipótesis de la formación del imperio: no el del imperialismo de los Estados-nación, sino el de un nuevo orden mundial sin centro, en el que se entremezclan poderes democráticos, monárquicos y aristocráticos. Y ambos postulan, en primer lugar, la formación del sujeto que resiste y se opone a ese orden, la multitud que parece colmar las plazas del movimiento no global.

«Entonces, ¿qué va a hacer ahora, profesor Negri? ¿Volverá a hacer la revolución?» Preguntaba, con mal disimulada inquina, un periodista de izquierda, presentador de un programa al que se había invitado a Toni, por los días en que éste terminaba de cumplir su condena de libertad condicional. Al otro lado se alza la célebre carcajada, inolvidable para quienquiera que haya tenido el placer o el miedo de escucharla. «Pero si ya la estoy haciendo.» Fin de la transmisión.

He ahí a Toni. La estampa viva —una de las más extraordinarias de la segunda posguerra— del deseo de revolución. Digamos más y, de una vez, dejémoslo claro: Toni era una figura obsesiva. No hablamos aquí de obsesión en términos de juicio de valor o de dictamen patológico, como querría el sector asistencial. Hablamos de obsesión en términos sintomáticos: la obsesión como síntoma del deseo. El ojo conservador de Solzhenitsyn lo había captado en una novela poco conocida y, quizás por eso mismo, de gran importancia: Lenin en Zurich[2] imagina a un líder bolchevique que no piensa en otra cosa, dispuesto a todo con tal de regresar a Petrogrado. Porque allí es donde debe estar un revolucionario, porque allí hay una tendencia posible, minoritaria, cuyo desarrollo depende de fuerzas subjetivas. Virtud y fortuna —decía Maquiavelo—. Y unos cuantos traseros —añadía Mario Dalmaviva—[3]. La verdad es ésta: un revolucionario es una figura obsesiva, y lo es porque se deja llevar por la fuerza del deseo. Es decir, no hay revolucionario sin deseo de revolución. Es esa la primera lección que aprendemos de Lenin, de Toni y de todos aquellos que no sólo no aceptan el actual estado de cosas, sino que se juegan el todo por el todo para ponerlo patas arriba.

Revolución —explicaba nuestro maestro— no como acontecimiento salvador, catártico o palingenético. Revolución como forma de vida. No sólo frases hermosas, sino la dura y agotadora realidad. Una forma de vida contradictoria y problemática, siempre inquieta, jamás apacible. Nos lo ha contado Anna en su bellísimo léxico familiar, que lleva el título no menos espléndido de Con un piede impigliato nella Storia [4]. Para parafrasear una vez más una conocida observación, quienes esperen por un revolucionario puro y sin contradicciones jamás se lo tropezarán y están condenados a no comprender lo que significa la revolución como forma de vida.

Por lo demás, hay un aspecto de su biografía que se recuerda demasiado poco: con poco más de treinta años, Toni era el profesor titular italiano más joven de la prestigiosa cátedra de Doctrina del Estado de la Universidad de Padua. Podría haber llevado una serena y gratificante existencia de gran intelectual, estimado y reconocido por todos. O podría haber sido un intelectual comprometido y mantener separadas la opinión y la acción. O podría haber sido un intelectual orgánico, obediente a las exigencias incuestionables de un partido-fetiche. Y por qué no, podría haber sido un intelectual activista, esa forma homeopática de la militancia sin riesgos que se generalizó en las décadas siguientes, elegida por los profesores que toman partido ante todas las injusticias del mundo, siempre que estén lejos de su propia zona de confort académico. No era esa en absoluto su forma de vida. Apostó por el deseo. Apostó todo lo que tenía y podría haber tenido. Y en el mundo feudal de la universidad, habitado por barones del trombón y siervos pusilánimes, fue eso lo que nunca le perdonaron. Y así se prohibió, por decreto y por el siguiente medio siglo, la inteligencia en el mundo académico. Prohibición que es la continuación del 7 de abril por otros medios, y a veces por los mismos.

No volvamos aquí sobre lo que hizo Toni, sería una tarea presuntuosa y, además, más bien inútil. Lo que en unas pocas líneas podríamos decir, de hecho quienes lean estas líneas ya lo saben. Tampoco queremos dibujar un icono sin manchas ni claroscuros, dejemos de buen grado que se den ese gusto los numerosos aduladores profesionales, que ni ayer ni hoy han faltado. Tal como lo vemos nosotros, el problema con Toni no es que viera lo que no estaba allí, como tantas veces le han imputado los necios, o los filisteos, como se habría dicho en otra época. El problema es que, a menudo, veía lo que no podía estar ahí. O, para decirlo en términos familiares para quienes vienen de la tradición del operaísmo, Toni confundió la composición técnica con la composición inmediatamente política, o el desarrollo del capital con el desarrollo del sujeto antagonista. O creyó que la brillantez de la inteligencia individual podía, en determinados momentos, prescindir de la fatiga de los procesos colectivos. Todo eso forma parte de un debate abierto: no sobre lo que ha sido, sino sobre lo que puede ser.

Sin embargo, lo que hay que subrayar aquí es otra cosa: lo que servía de impulso a Toni, en sus limitaciones y no sólo en su riqueza, fue siempre, precisamente, ese deseo de revolución, esa necesidad de intentar forzar las cosas hacia adelante. Y no tanto en el entusiasmo de las fases álgidas de los movimientos. Forzar, en primer lugar, en las fases de reflujo, de derrota, de fragmentación. Así ocurrió en los años ochenta y noventa, en plena contrarrevolución capitalista. No es este el lugar para dirimir la sustancia de esos forzamientos. Limitémonos por ahora a decir que, en medio de la oscuridad, tuvieron la fuerza de señalar la luz, de luchar contra la resignación y los repliegues depresivos, de intentar darle un vuelco a la perspectiva. Y, siempre, haciéndolo con un pensamiento divisivo. Sí, divisivo, utilicemos deliberadamente la expresión que tanto horror despierta hoy entre los izquierdistas democráticos. Porque el pensamiento político siempre es divisivo, es decir, divide a un bando del otro, al amigo del enemigo. Cuando todo el mundo habla bien de alguien, ello significa que ese alguien no posee la capacidad de expresar un pensamiento político. Porque ese «todo el mundo» es una abstracción del universalismo moderno, es decir, capitalista. Y si todavía hoy Toni consigue dividir, significa que ha hecho todo lo que debe hacer un revolucionario.

Quienes lo conocieron, además de leerlo y estudiarlo, saben que le era ajena todo tipo de nostalgia, esa triste pasión por la que sentía una repulsión natural, incluso al precio de coquetear con el progreso capitalista. Fue precisamente esa actitud, impelida por una curiosidad insaciable, la que hizo que se mantuviera particularmente atento a los jóvenes. Se enfrentaba a ellos como iguales, no por una humildad mal entendida (qué palabra tan fea), sino porque sabía que la relación entre «maestro»  y «discípulo» es siempre una relación mayéutica, en la que los papeles de quien enseña y de quien aprende constantemente se intercambian y se nutren el uno al otro. Es esa relación, jamás daba nada por sentado: como las grandes figuras de nuestra patrística operaísta (Mario, Romano y todos los demás [5]), te obligaba continuamente a pensar de manera autónoma, a no repetir lo ya sabido, a riesgo incluso de tirar del suelo bajo tus pies a cada paso. De modo que en aquel panegírico nietzscheano de la ausencia de memoria, no había una supresión del pasado, sino una continua reapertura revolucionaria de la historia.

En fin, querido Toni. En esta época de gris mediocridad, en la que llevan la batuta los maestros malos, cuánto necesitamos una nueva generación de malos maestros. Esos que nos enseñan a buscar siempre el amanecer dentro del crepúsculo.


Notas

1 He traducido directamente del original en ruso. Véase, en español, Vladimir Mayakovsky, Poesía (trad. Mauro Armiño), Akal (Básica de Bolsillo), Madrid, 2012.
2 Véase, en español, Alexander Solzhenitsin, Lenin in Zurich (trad. Jorge Acevedo Martín), Barral, Barcelona, 1976.
3 Sobre Dalmaviva, véase «Mario Dalmaviva. Un operaista anomalo», Machina, 26 de octubre de 2022.
4 Anna Negri, Con un piede impigliato nella storia, Feltrinelli Editore, Milano, 2009.
5 Mario Tronti (1931-2023) y Romano Alquati (1935-2010).

Traducción: Rolando Prats

Publicado en Jacobin América Latina

Gigi Roggero, director editorial de DeriveApprodi, recuerda a Toni Negri como militante y pensador en unidad contradictoria e indisoluble.

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