“La familia siempre ha sido un paraíso fiscal”

Ana Uhía e Iker Jauregui
Libro reseñado: 
Zona de Estrategia
15/01/2024
capitalismo
FAMILIA
EEUU

Cooper es profesora de Sociología en Canberra

Melinda Cooper es profesora de Sociología en la Universidad Nacional de Australia –Canberra–. Sus investigaciones se centran en temas como la relación entre neoliberalismo y neoconservadurismo, la extrema derecha, la teoría feminista o el análisis sociológico de las finanzas. En un momento en que el despliegue autoritario de las fuerzas estatales y políticas hacen insostenible las tesis vinculadas al llamado neoliberalismo progresista, los trabajos de Cooper ofrecen un marco fértil para el análisis de algunos de los elementos más relevantes de las tendencias políticas contemporáneas. Con ocasión de su visita a Madrid para participar en el curso de Nociones Comunes «Abolir la familia«, hablamos con Cooper sobre la centralidad de la familia dentro de la actual fase del capitalismo (Los Valores de la Familia, Traficantes de Sueños, 2022), sobre el debate con algunas corrientes feministas y acerca de sus últimas investigaciones sobre capitalismo familiar y finanzas (Counterrevolution, Zone Books, 2024).

Cuando se publica Los Valores de la Familia, la asunción de que la expansión del neoliberalismo implica un ataque a la familia sigue a la orden del día. Tu tesis es precisamente la contraria: la defensa de la familia constituyó (en la teoría y en la práctica) un eje central de la convergencia entre el neoliberalismo y el conservadurismo social en EEUU. ¿Podría explicarnos cómo se desarrolla este proceso?

En el siglo XX, el estado del bienestar estadounidense (así como el de algunos países europeos) se construye alrededor de un modelo de ideal familiar donde el hombre cabeza de familia [breadwinner], sostiene económicamente a su familia con su salario, mientras que la mujer se ocupa del trabajo no remunerado del hogar. Este es el ideal de salario familiar fordista y conlleva algunas innovaciones con respecto a otros sistemas del bienestar social precedentes ya que, en este caso, el Estado está subvencionando el salario estándar de los trabajadores varones para que, en principio, dicho salario sea suficiente para sostener económicamente a sus esposas e hijos. En cierto sentido, es como si el Estado posibilitase una especie de “salario para las tareas domésticas”, pero este “salario” solo se obtuviese a condición de que las mujeres acepten depender de un hombre.

A medida que este sistema del bienestar se fue desarrollando, también se fue expandiendo su alcance hacia los márgenes. Gracias al incremento del gasto social en partidas como educación, sanidad o vivienda, las minorías de clase, raza y género (especialmente las mujeres), fueron incluidas en la deriva hacia la movilidad social ascendente. La existencia de salarios dignos, subsidios por desempleo, ayudas sociales o viviendas públicas comienzan a dar un cierto nivel de libertad, no solo a los trabajadores masculinos y blancos, sino también a las minorías.

Estas son justamente las condiciones materiales de emergencia de los movimientos sociales de los años 70 que atacaron al modelo familiar fordista. Ahora bien, el objetivo de estos movimientos de izquierdas no implicaba la renuncia a las luchas por el salario social. De lo que se trataba era de exigir un salario social que no estuviera vinculado a la forma normativa de familia ni al modelo de trabajo y productividad fordista. La alianza estratégica entre neoliberales y neoconservadores se articuló como una reacción a estas luchas antifamiliaristas por la ampliación de los horizontes del bienestar.

Es cierto que neoliberales y neoconservadores no compartían exactamente las mismas perspectivas. El objetivo primordial de los economistas neoliberales consistía en desmantelar el proyecto keynesiano del estado del bienestar y, para ello, la familia tenía que convertirse en la alternativa al gasto del Estado. Para los neoconservadores, por su parte, de lo que se trataba era de reconstruir un tipo de normatividad familiar. A diferencia de los neoliberales, no eran tan reacios a gastar en bienestar como los neoliberales, siempre y cuando este gasto se canalizase de acuerdo a ciertos fines morales –la institución del matrimonio, la maternidad dentro de dicha institución, los valores religiosos–. Pese a que tenían motivaciones diferentes, ambos se unieron en torno a la necesidad de restaurar la familia como eje del bienestar.

Si nos atenemos a la historia del neoliberalismo, es un error plantear que el neoliberalismo es hostil a la institución familiar. Lo que ocurre es que tiene una visión diferente a la del estado del bienestar keynesiano acerca de qué papel debe desempeñar la familia. Más allá de este cambio de orientación, el proyecto neoliberal está totalmente comprometido con ella, ya que constituye un elemento central para la privatización del bienestar.

Uno de los lugares comunes cuando se habla del presente es pensar que «neoliberalismo» es sinónimo de «menos Estado». ¿Por qué es esta una forma errónea de entender tanto el neoliberalismo como el Estado?

Cuando la gente habla de “menos Estado”, a veces se refiere ingenuamente a una suerte de retirada total del aparato estatal. Obviamente, si nos fijamos en los poderes ejecutivos del Estado, los poderes policiales o los punitivos nos damos cuenta rápidamente que no es el caso. No obstante, “menos estado” también es empleado para referirnos, de manera más específica, al desmantelamiento del gasto social. Aunque esta forma de entender la retirada del Estado pudiera parecer más plausible, lo cierto es que, en muchos casos, los presupuestos en servicios sociales no se han retraído. Frente a algunas prestaciones que sí se han reducido drásticamente, el Estado sigue destinando mucho dinero a la administración, a políticas punitivas, a programas reorientados hacia el mundo del trabajo, etcétera.

Hay otro elemento que me parece muy importante destacar (porque creo que es el que menos discute la izquierda) y es el hecho de que el gasto total incluye los llamados gastos fiscales. Desde el punto de vista de la contabilidad pública, cualquier desviación de la base imponible equivale a gasto público. Es decir: todo lo que sea una deducción, un crédito, un aplazamiento o un incentivo fiscal equivale a un gasto público en términos de contabilidad pública. Lo que se observa en los presupuestos gubernamentales de todo el mundo es que la partida de gastos fiscales ha subido y, en términos de déficit, eso cuesta dinero. Además, desde un punto de vista social, esto es profundamente regresivo. Las clases medias y altas se benefician de las exenciones para los impuestos de sucesiones, de las preferencias fiscales relacionadas con el mundo de los activos financieros, de la adquisición de viviendas y de las ganancias de capital vinculadas a la misma e incluso de créditos fiscales para las inversiones en capital humano que realizan las familias en sus hijos. En la actualidad, la mayoría de los estados occidentales están gastando más dinero subvencionando a esta especie de estado del bienestar invisible (y distributivo “hacia arriba”) que el que se gasta en políticas sociales del bienestar.

En los últimos tiempos se han reavivado los debates en torno a la muerte del neoliberalismo. Hay quienes plantean que es hora de cuestionar la vigencia de este concepto. ¿Crees que tiene sentido seguir hablando de neoliberalismo o, más bien, estamos en otra etapa?

Creo que desgraciadamente sigue teniendo sentido emplear ese concepto. Siempre he considerado que el neoliberalismo (y el propio liberalismo económico) opera en simbiosis con algún tipo de conservadurismo. En ese sentido, el neoliberalismo puede converger perfectamente con el auge actual de la extrema derecha.

Lo que sí veo es que las corrientes neoliberales con la que, de alguna manera, hemos crecido y que han dominado gran parte de nuestros análisis han sido desplazadas por otras propuestas del espectro neoliberal que incluso para intelectuales como Milton Friedman resultaban extremistas. Me estoy refiriendo al auge de corrientes libertarias vinculadas con ideas como la abolición de los bancos centrales, la supresión del dinero fiat, el retorno al dinero duro [hard money; dinero respaldado por algún activo físico], la eliminación total de los impuestos o la privatización de la defensa y seguridad de los Estados. Durante muchos años, el movimiento libertario fue un fenómeno más bien irrisorio al que no se le prestaba una gran atención en términos políticos y académicos. A día de hoy, en EEUU, ya no es posible burlarse de los libertarios, ya que tienen una influencia política real y juegan un papel determinante en algunas configuraciones de la extrema derecha estadounidense.

En la última década, las discusiones feministas en España han estado influenciadas, de forma muy marcada, por los análisis vinculados a la teoría de la reproducción social. En cambio, las críticas a estos enfoques no han adquirido mucho protagonismo en nuestro contexto. Sabemos que te has pronunciado en varias ocasiones sobre esta cuestión. ¿Cuáles son tus principales críticas a las propuestas de autoras como Nancy Fraser o Cinthya Arruzza? A tú parecer, ¿qué es lo que falla en esta propuesta?

Siento que dentro de ella hay una especie de deriva hacia la romantización de la relación de las mujeres con el cuidado que es extrañamente complaciente con la normatividad de género. No lo entiendo. Se trata de algo que no estaba presente en la tradición del feminismo materialista de los años 70 y 80. A menudo, cuando leo trabajos que orbitan alrededor de esta corriente, no comprendo a qué se refieren cuando hablan de reproducción social. Es un término con usos poco específicos. Cuando en este tipo de trabajos te topas con unos pocos párrafos que te explican qué significa dicho concepto, la “reproducción social” parece abarcarlo todo (vida, naturaleza, maternidad…). Creo que este nivel de vaguedad se presta a esa suerte de romantización de los cuidados de la que hablaba antes y, además, hace muy difícil que podamos trabajar con dicho concepto.

Hay ciertos análisis y propuestas que son parte integrante de las narrativas de la teoría de la reproducción social que acarrean todo tipo de problemas. Los discursos en torno a la crisis de la reproducción social son un ejemplo de ello. Aunque sé que no apuntan a lo mismo, cuando se habla de crisis de cuidados en relación a la vida, a la naturaleza y a la maternidad (a la vez que se predica la relación entre mujeres y cuidados), se configuran discursos que para mí son demasiado cercanos a los discursos de la derecha. Predicar los cuidados a las mujeres es una forma de masoquismo político. En realidad, siempre hay mujeres dispuestas a cuidar. No entiendo por qué un concepto que ha sido tan radicalmente criticado en la práctica y la teoría feminista durante décadas se reivindica como una solución para todo. Sin duda, si hay una crisis de cuidados, los hombres tendrán que ponerse a cuidar más. No entiendo por qué la crisis de cuidados se presenta como un problema circunscrito a las mujeres. Yo lo que veo es una crisis relacionada con lo mal pagados que están los trabajos de cuidados.

Kate Doyle Griffiths ha respondido a tus críticas a la teoría de la reproducción social1. Algunas de las cuestiones de las que plantea es, por un lado, que desatiendes a las contribuciones queer que tu crítica a la familia va de la mano de un pesimismo «empírica y filosóficamente infundado» que excluye las posibilidades emergentes de acción y transformación social. Una de las teóricas que Griffiths cita en su artículo es M.E. O’Brien. En su libro Family Abolition (Pluto Press, 2023), combina la apuesta por elaborar imaginarios utópicos en torno a la posibilidad de una «reproducción social comunista» y la idea de que, bajo condiciones no revolucionarias, debemos articular alianzas y luchas en torno a «reformas progresistas antifamiliaristas». El tipo de reformas a las que alude O’Brien están vinculadas a propuestas como el reconocimiento legal de la familia elegida y otras políticas de bienestar. ¿Cuál es su posición sobre las propuestas reformistas en este sentido?

No considero que el gasto social en guarderías, en educación pública, sanidad y, en general, en bienestar social sea, en sí mismo, reformista. Los límites y condiciones que se imponen a este tipo de medidas las convierten en reformistas, pero el gasto en sí no lo es. En ese sentido, yo no tengo problemas con este tipo de propuestas. Lo que pienso es que la izquierda tiene que ir más allá del estado del bienestar, llevar estas propuestas más lejos y presionar para que se amplíe el salario social.

El tema del reconocimiento legal de “la familia elegida” es un tema completamente diferente. En el contexto estadounidense, esta cuestión estuvo ligada a la posibilidad de que las parejas del mismo sexo pudiesen disfrutar de la misma cobertura familiar que ofrecían los seguros de salud privados a los matrimonios heterosexuales. No hay nada malo en la cuestión de la “familia elegida” en sí misma, pero creo que su articulación no representa una gran victoria social. Se ha normalizado que la salud y la jubilación dependan de un sistema de seguros privados cada vez más inaccesibles para la mayor parte del mundo y cuyas políticas de inversión se llevan a cabo a costa del socavamiento de los derechos de los trabajadores. Entiendo la situación y si estuviera en esa posición, aceptaría, pero volcaría mis energías políticas en la lucha por la seguridad social en vez en la mejora de las condiciones de los seguros y fondos privados vinculados a la empresa en la que se trabaja.

En cuanto a mi pesimismo y el movimiento queer, no soy una persona pesimista. Creo que hay políticas queer verdaderamente interesantes. Simplemente creo que, a veces, hay que ir un poco más allá. Hay muchos alegatos del tipo “reinventemos la familia” o “comunalicemos los cuidados”, pero nunca se profundiza en la pregunta sobre cómo se hace eso y cuáles son los límites de lo que podemos hacer ahora.

Si lo que tenemos que hacer es abolir la familia, ¿cómo podemos hacerlo? O dicho de otro modo: ya sabemos qué es y qué implica la institución familiar, ¿pero qué es lo opuesto a una familia?

No me importa si la gente crea una familia o no. Me da igual. No tengo ninguna duda sobre la capacidad de las personas para explorar y experimentar formas relacionales todavía inimaginables. Yo, personalmente, no me he dedicado a escribir una utopía para quienes quieren abolir la familia a partir de estas nuevas formas de vincularnos socialmente. Tengo fe en que la gente puede hacerlo y, de hecho, lo he visto. Simplemente creo que, a día de hoy, esto no nos lleva a hablar de abolición porque, independientemente de que queramos formar una familia o no, si el Estado tiene que costear nuestra dependencia, creará una familia para nosotros. A decir verdad, la abolición no es algo que podamos resolver en el nivel de la familia. De lo que se trata es de empujar los límites del salario social más allá de lo que el keynesianismo permitiría y esto es algo que se hace a través de la construcción de un sindicalismo radical, de huelgas de alquileres, de huelgas salvajes…Se trata de rechazar el consenso social y luchar por disponer de más dinero y tiempo libre. Necesitamos dinero para vivir fuera de la familia y para hacer frente a todos los costes que implica el trabajo de cuidados sin tener que involucrarnos en una relación de parentesco forzosa. Para ser solidarios con los demás no tenemos que refugiarnos en las formas comunitarias tradicionales.

Otro de los temas conductores de tus investigaciones es la financiarización. Por lo general, «financiarización» se utiliza –como término comodín, casi como lugar común– para explicar algo así como la desvinculación de la economía de la realidad material. Pero, ¿qué es exactamente la financiarización? ¿Y qué consecuencias sociales tiene?

Concebir la financiarización como una suerte de desacoplamiento de la economía material es una ilusión. La financiarización es una manera (entre otras) de organizar la economía. Yo la dividiría en dos frentes. Por un lado, financiarización significa inflación del precio de los activos con apoyo gubernamental. El objetivo de las políticas monetarias, de los Bancos Centrales, y del régimen fiscal en general, es garantizar que el valor de los activos financieros no deje de aumentar. Y esto incluye la vivienda, cuya transformación en activo financiero fue una pata fundamental del consenso neoliberal de la Tercera Vía. Esta inflación, activamente propiciada, del precio de los activos, sería, por tanto, un primer elemento de la financiarización. El segundo es el crédito barato al consumo. ¿Qué supone esto? Supone, dicho rápidamente, que hay todo un sector de la población que espera poder acceder, vía préstamos, a esta economía del bienestar o de la riqueza basada en activos [asset-based wealth/welfare]. Pensemos en la adquisición de vivienda en propiedad. Probablemente, este sector de la población no sea propietario de pleno derecho hasta después de jubilarse. Luego morirán y, así, sus hijos podrán heredar la vivienda. Han creado un pequeño linaje. O, mejor: han creado una especie de sendero hacia esta riqueza basada en activos.

Quienes abrazaron con especial interés este tipo de medidas fueron los neoliberales progresistas de la Tercera Vía. Sus protagonistas eran muy conscientes de que si la vivienda –por ejemplo– no se incluía en ese proceso de inflación del precio de los activos, la brecha entre clases iba a dispararse. Pensaron que si incluían a las clases no propietarias de países como España, EEUU o Australia, se produciría una compra masiva. Y así ocurrió. Su razonamiento era el siguiente: «Esta gente nos va a amar. Se convertirán en pequeños capitalistas. En realidad, la brecha entre clases se disparará, pero el crédito la ocultará. La educación será mucho más cara y pasará a ser algo que hay que comprar, pero como hay crédito barato, uno siempre podrá acceder a ello, etc. Y la gente, en resumen, nunca verá el precipicio»

Hoy en día, en cambio, hay una parte considerable de la población en muchos países que lo único que ve es ese precipicio. Es decir: estamos ante un nuevo escenario. La situación es más radical hoy que –digamos– en los EE.UU. de Clinton y la Gran Bretaña de Blair de la década de 1990 o en la Australia de la década de 1980. Tenemos un sector de la población cada vez más rico y cada vez más escindido del resto, como flotando en el aire. Y, el resto, cada vez más pobre y con unas condiciones de vida cada vez más brutales. Los alquileres se han vuelto inaccesibles. Los préstamos universitarios son cada vez más caros a causa de la inflación. Lo mismo ocurre con los alimentos. El trabajo es cada vez más precario. Por tanto, aunque esta especie de sueño aspiracional de la financiarización haya perdido peso, sus efectos reales siguen presentes.

Uno de los problemas específicos que has abordado es el de la financiarización de la vivienda. En el caso del Estado español, por ejemplo, la adquisición de vivienda para su puesta en alquiler es un mecanismo fundamental para la acumulación de riqueza y la reproducción de las clases medias, lo que se conoce como rentismo popular. ¿Cómo se encuadra la actual crisis de la vivienda en tu análisis del «bienestar basado en activos»?

Vayamos por partes. En primer lugar, creo que es importante distinguir entre el propietario-inversor que cuenta con una cartera de inversiones [portfolio] amplia y el pequeño propietario-inversor que solo tiene –pongamos– dos propiedades, que asume que sus hijos no podrán adquirir una por sí mismos y, por tanto, dependerán de este tipo de patrimonio. Es decir, que asume que sus hijos están atrapados en sus propias trayectorias vitales. A nivel político, estos sectores de la población, cuya riqueza se basa en activos, son complicados. Por lo general, la clase política los sigue muy de cerca y, al mínimo intento de reforma fiscal, de reducción del precio de la vivienda, de financiación de vivienda pública o de control del precio del alquiler, los protege. Para la derecha, son un sector de la población muy útil. Para la izquierda, un sector muy complejo.

En segundo lugar, es importante reconocer lo siguiente: hoy en día, la posesión de activos (de una vivienda, por ejemplo) reconfigura las posiciones de clase de manera bastante profunda. Ya no se puede analizar una posición de clase exclusivamente sobre la base de la posición profesional. Hay que incluir también la posición en tanto que inversor. Esto sitúa a los individuos en posiciones de clase muy distintas. Por ejemplo, un profesor de instituto con una vivienda en propiedad (por herencia, por ejemplo), está en una posición de clase muy distinta a la de un profesor que es vive de alquiler. Aquí entraría también en juego la deuda estudiantil –sobre todo en EE.UU.–. Aunque un individuo tenga un salario alto, puede no ser propietario y arrastrar deuda hasta los 50 o 60 años. Es decir: para elaborar una buena radiografía social de clase hay que tener en cuenta la variable «activos/inversiones» y la variable «deuda». Es algo que intentamos en nuestro libro The Asset Economy (Lisa Adkins; Melinda Cooper; Martijn Konings, Polity, 2020)

Hay, en tercer lugar, algo que creo que es importante añadir: el factor «familia». Comprar una vivienda sin el apoyo de los padres es muy difícil. Pero también lo es sin el apoyo conyugal. Pensemos en el divorcio, por ejemplo. En la práctica, divorciarse implica que las partes sigan vinculadas por razones económicas. Esta es la cristalización literal de la responsabilidad conyugal neoliberal. Eres una unidad inversora conyugal y una unidad de deuda conyugal. Aunque ya no estés en una relación íntima. Aunque os odiéis. Y el banco, obviamente, va a favorecer esto. O sea: está escrito por contrato. Esta situación ya no es un rara avis. Es la norma. Desde una perspectiva feminista esta es una cuestión clave, porque esta supervivencia forzosa del lazo conyugal puede ser muy peligrosa cuando viene acompañada de algún tipo de violencia de género.

Volviendo, en parte, a la familia, esta vez a un nivel «macro», has hablado en algunos textos2 sobre la transición hacia un nuevo «family o dynastic capitalism»en el modelo empresarial y de concentración de la riqueza (sobre todo americano). También has escrito que “la familia es un paraíso fiscal en un mundo sin corazón”3. ¿Podrías explicar un poco esta idea?

La familia siempre ha sido un paraíso fiscal. Pero el incansable trabajo político de los economistas neoliberales –en particular de los partidarios de la economía de la oferta [supply-side economics]– la han convertido en un paraíso fiscal mucho mayor y con más poder. En cuanto a las ganancias del capital [capital gains], la familia tiene una serie de privilegios particulares. La familia supone una barrera de protección frente a las imposiciones fiscales. (Y solo un inciso: la forma de riqueza que ha prevalecido, desde los años 1980, en la época neoliberal, es precisamente las ganancias de capital). Es decir, es un refugio extraordinario. Si uno hereda, por ejemplo, un activo financiero de su padre, no tendrá que pagar los impuestos normalmente asociados a la transferencia de activos. Por otro lado, las reformas fiscales en EE.UU. de las últimas décadas han introducido todo tipo de límites al impuesto de sucesiones. El impuesto sobre el patrimonio, por ejemplo, solía ser muy alto. Con tipos marginales de alrededor del 90%. Pero ahora es muy bajo, y el umbral es mucho mayor. Si pensamos en los impuestos de sucesiones, cuanto más rico se es, más fácil es evadir impuestos. Evadir impuestos es muy caro. Hay un libro muy bueno, Le genre du capital (La découverte, 2020; The Gender of Capital, Harvard University Press, 2023), en el que sus autoras, Sibylle Gollac y Céline Bessière, muestran mediante una serie de etnografías muy detalladas, el poder de evasión de impuestos de los más ricos que les concede su capacidad de asesoramiento jurídico.

Estas son algunas de las formas en que la familia es un paraíso fiscal. Lo cual es ya, en sí mismo, problemático. Pero hay otro factor: la familia misma se está fusionando con algunos de los modelos o formas empresariales que mayor riqueza concentran, sobre todo en el ámbito de la inversión privada (capital privado, fondos de alto riesgo, capital riesgo). Me refiero a las llamadas family offices. Históricamente, las family offices, que han existido desde los Rockefeller, la Gilded Age, etc., funcionaban como fondos de inversión pensados para gestionar un patrimonio familiar. A nivel legal –aunque con excepciones– no podían gestionar patrimonio extrafamiliar. Hoy en día, estos fondos de inversión se han transformado en una especie de fondos de capital privado, pero con una modificación: están mucho menos regulados que los ya de por sí poco regulados fondos de capital privado y de alto riesgo. La family Office tiene, al mismo tiempo, todos los privilegios de los fondos de capital privado y de alto riesgo y todos los privilegios fiscales de la familia. Es una máquina de concentración de riqueza y de aumento radical de la riqueza ya concentrada. El boom de las family offices se produce tras las múltiples rondas de expansión cuantitativa [quantitative easing] que inflaron los precios de los activos de manera brutal. Si uno consulta actualmente las páginas de Forbes o Fortune, o las del Financial Times y el Wall Street Journal, la descripción de los diversos movimientos de las family offices son la norma. Se trata de la nueva vanguardia de las operaciones de inversión.

Queríamos preguntarte, en último lugar, por tu último libro, Counterrevolution, que saldrá publicado en 2024 (Zone Books).

Ya he mencionado alguno de sus temas centrales, desde el surgimiento del capitalismo familiar privado y la importancia de la economía de las ganancias de capital hasta el papel que juega la fiscalidad en todo ello. El libro es una especie de radiografía de las finanzas públicas en el neoliberalismo y de las escuelas de pensamiento que contribuyeron a diseñarlas.

Una de ellas es la Escuela de Virginia, que –muy resumidamente– serían precursores de la llamada «doctrina de la austeridad». Esta escuela hunde sus raíces en los estados del Sur de los Estados Unidos. Más en concreto, en la serie de políticas fiscales pensadas, deliberadamente, para excluir a los trabajadores agrarios blancos pobres y a los trabajadores negros recién liberados de la esclavitud. Los límites fiscales y los límites constitucionales de gasto, las revueltas fiscales, las enmiendas al equilibrio presupuestario y el sistema de votos por mayorías cualificadas [supermajority votes] (que, básicamente, dan poder de veto a una minoría en cualquier votación sobre gasto o impuestos) son todos inventos de los Estados Confederados del Sur. Respecto a este contexto, la Escuela neoliberal de Virginia puede leerse como una suerte de racionalización y profundización intelectual de todas estas medidas. Con un argumento extra: la extensión de estas medidas a la totalidad de los Estados Unidos. Así, en la década de 1970, sus miembros participaron activamente en la revuelta fiscal de California y en el movimiento por la revuelta fiscal en todo el país. Que introdujeran regímenes fiscales muy regresivos no implica que pusieran fin a la fiscalidad: hicieron que la fiscalidad fuera especialmente dura para los pobres y prácticamente invisible para los ricos. También participaron –aunque desde fuera pudiera parecer extraño– en la larga campaña por las enmiendas al equilibrio presupuestario y la limitación del techo de deuda.

Por otro lado, está la tradición de la Economía de la Oferta, que surge del Departamento del Tesoro republicano bajo los gobiernos de Nixon y Ford. Los economistas de la oferta eran muy conscientes del papel que la deuda del Tesoro estadounidense jugaba en el resto del mundo. Sabían que era uno de los activos estadounidenses más grandes. Es decir, no tenían esa visión ingenua del gasto y de la deuda. Pero, al mismo tiempo, querían asegurarse de que la capacidad de gasto del gobierno no fluyera hacia los pobres. Esto es: que no hubiera una distribución progresiva. Así, promulgaron los denominados incentivos fiscales como una manera de reconducir los subsidios gubernamentales hacia los inversores y poseedores de activos financieros privados. Aquí empieza la larga campaña para reducir las cargas fiscales a las ganancias de capital y al patrimonio heredado.

En el libro trato de mostrar cómo, aún siendo relativamente opuestas en sus principios, los economistas de la oferta –a los que no les preocupaba en absoluto la deuda o el déficit– buscaban producir grandes cantidades de deuda estadounidense para vendérsela al resto del mundo; la Escuela de Virginia, en cambio, tenía una especie de concepción teológica de la deuda que la identificaba con algo pecaminoso), ambas escuelas interactuaron y colaboraron y básicamente definieron no solo la política fiscal del Partido Republicano sino también –en ocasiones– la del Partido Demócrata. De aquí proviene esta paradójica contradicción en las finanzas públicas, por la cual hay, aparentemente, una austeridad radical y, al mismo tiempo, se gastan, de la forma más extravagante, enormes cantidades de dinero en favor de quienes poseen activos financieros. Y no solo para proteger su patrimonio, sino para aumentarlo.

Por tanto, el tema del libro son las finanzas públicas. Lo cual suena sin duda aburrido. Aún así, creo que dar la batalla en este frente es importante y que hay que plantearse lo siguiente: ¿en qué podrían consistir unas finanzas públicas de izquierdas y revolucionarias?

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 1.   Doyle, K. (2018, marzo). “The Only Way Out is Through: A Reply to Melinda Cooper”. Verso Blog [https://www.versobooks.com/en-gb/blogs/news/3709-the-only-way-out-is-thr... ↩︎
 2.   Cooper, M. (2022) “Family capitalism and the Small Business Insurrection” (2022) Dissent Magazine [Traducido en Viento Sur: https://vientosur.info/ee-uu-el-capitalismo-familiar-y-la-insurreccion-d... & Cooper, M. “In this house we prey” (2022) The Baffler [https://thebaffler.com/salvos/in-this-house-we-prey-cooper] ↩︎
 3.   Cooper, M. (2024). Counterrevolution. Extravagance and Austerity in Public Finance. Zone Books ↩︎