La guerra contra las mujeres

La privatización, minorización y transformación de los asaltos letales contra las mujeres en «problemas de interés particular» o «temas de minorías» es consecuencia de ese tránsito del patriarcado de baja intensidad de la parcialidad masculina en el mundo comunitario al patriarcado colonial-moderno de alta intensidad propio del dominio universal. El efecto de la minorización es sentido, por ejemplo, en la forma en que feminicidios y crímenes homofóbicos tienen un valor residual, siendo rebajados a casi apenas un espectáculo en la práctica jurídica y en los estandards mediáticos de América Latina; al mismo tiempo, las feministas, y nuestras demandas, nos plegamos a tratarlos como temas particulares, compartimentados y del gueto. De esta forma se pasa por alto que todas esas violencias a «minorías» no son otra cosa que el disciplinamiento que las fuerzas patriarcales nos imponen a todos los que habitamos ese margen de la política. Se trata de crímenes del patriarcado colonial moderno de alta intensidad, contra todo lo que lo desestabiliza, contra todo lo que parece conspirar y desafiar su control, contra todo lo que se desliza hacia fuera de su égida, con las varias estrategias y tácticas diarias con las que muchos de nosotros, a propósito o inadvertidamente, nos deslizamos y escabullimos de la vigilancia patriarcal y la desobedecemos. Expurga de ese modo todo lo que no le concede el reconocimiento debido a su forma de estructurar y disciplinar la vida, a su forma de habilitar y naturalizar un camino de asimetrías y dominaciones progresivas.

Por otro lado, y éste es el núcleo de mi argumento aquí, si observamos los crímenes contra las mujeres que marcan el presente y buscamos entender qué expresan, qué dicen y qué ocasionan, podremos observar su fuerte conexión con la fase histórica que atravesamos como sociedad. Así como comprender la historia del patriarcado es entender la historia de la esfera pública y del Estado, de la misma forma y en el centro de todas las cuestiones, entender las formas de la violencia de género hoy es entender lo que atraviesa la sociedad como un todo.

Si tuviéramos que construir una alegoría gráfica, pictórica, del mundo hoy, en esta modernidad avanzada, la alegoría sería una de esas pirámides invertidas que forman los acróbatas en los circos, donde una a una se van superponiendo hileras de equilibristas hasta armar un edificio completo de gente a duras penas superpuesta, pies sobre cabezas, estrato sobre estrato, pero allá abajo, en la fundación, en la base de la pirámide, yacería, sustentando el edificio todo, un cuerpo de mujer. Muchas veces me imagino esa estructura, porque me parece ser lo único capaz de explicar por qué permanece imposible algo que a simple vista se presenta tan sencillo de realizar como retirar a la mujer de la posición de subordinación en que se encuentra, castigada, subyugada, agredida; impedir que continúe siendo violada, traficada y esclavizada por la trata, cosificada y desmembrada por el ojo del lente mediático. No sería una tarea difícil, bastarían unas pocas acciones, unas pocas medidas, intervenciones puntuales no muy complicadas. Pero por alguna razón no se puede. Se presenta imposible. Nunca hubo más leyes, nunca hubo más clases de derechos humanos para los cuerpos de seguridad, nunca hubo más literatura circulando sobre derechos de la mujer, nunca hubo más premios y reconocimientos por acciones en este campo, y sin embargo las mujeres continuamos muriendo, nuestra vulnerabilidad a la agresión letal y a la tortura hasta la muerte nunca existió de tal forma como hoy en las guerras informales contemporáneas; nuestro cuerpo nunca fue antes tan controlado o médicamente intervenido buscando una alegría obligatoria o la adaptación a un modelo coercitivo de belleza; nunca tampoco como hoy se cerró el cerco de la vigilancia sobre el aborto que, sintomáticamente, nunca antes fue un tema de tan acalorada discusión como lo es hoy, en la modernidad avanzada.

Al pensar el tema desde esa perspectiva, al sospechar que su victimización cumple allí con la función de proveer el festín en que el poder se confraterniza y exhibe su soberanía, discrecionalidad y arbitrio, entendemos que algo muy importante debe seguramente depender, apoyarse, en esa destrucción constantemente renovada del cuerpo femenino, en el espectáculo de su subyugación, en su subordinación de escaparate. Algo central, esencial, fundacional para el «sistema» debe ciertamente depender de que la mujer no salga de ese lugar, de ese papel, de esa función.

Desmontar la minorización del tema de la mujer equivale a aceptar que, si entendiéramos la formas de la crueldad misógina del presente, no solamente entenderíamos lo que está pasando con nosotras las mujeres y todos aquellos que se colocan en la posición femenina, disidente y otra del patriarcado, sino que también entenderíamos lo que le está pasando a toda la sociedad. Los indicios muestran que se trata de un edificio cuyo material está formado por la amalgama de las corporaciones y el Estado; por alianzas de todo tipo entre actores corporativos, lícitos e ilícitos o de ambas cualidades a la vez, y agentes de gobierno; por razones que se invocan como «razones de Estado» y son, en verdad, «razones de empresa». De algo tengo certeza: para pensarlo, tenemos que retirar del gueto el problema de la mujer, pensarlo entrelazado como cimiento y pedagogía elemental de todas las otras formas de poder y subordinación: la racial, la imperial, la colonial, la de las relaciones centro-periferia, la del eurocentrismo con otras civilizaciones, la de las relaciones de clase.

En un mundo en el que ya en 2015 el 1 % de sus habitantes alcanzó a concentrar en sus manos más riqueza que el restante 99 %; en el que 62 personas son dueñas de la misma riqueza que la que posee la mitad más pobre del planeta, a un creciente ritmo de concentración (1), en el que 1 % de la población de Estados Unidos es dueña de la totalidad de la tierra utilizable de ese inmenso país; en el que apenas nueve familias son propietarias de toda la extensión de la costa marítima chilena… se constata que el correlato de la financiarización del capital es la más contundente de todas las formas de propiedad: el acopio, la concentración de la tierra en pocas manos, el neo-rentismo y la patrimonialización creciente de la gestión estatal. Un escenario de esas características indica que ya no podemos hablar de mera desigualdad, como hacíamos en los años setenta, sino que el tema hoy es la dueñidad o señorío —lordship.

Señorío tiene aquí el sentido muy preciso de que un pequeño grupo de propietarios son dueños de la vida y de la muerte en el planeta. Son sujetos discrecionales y arbitrarios de un poder de magnitud nunca antes conocida, que vuelve ficcional todos los ideales de la democracia y de la república. El significado real de este señorío es que los dueños de la riqueza, por su poder de compra y la libertad de circulación offshore de sus ganancias, son inmunes a cualquier tentativa de control institucional de sus maniobras corporativas, que se revelan hoy desreguladas por completo. Esta inmunidad del poder económico inaugura una fase apocalíptica, completamente anómica del capital, y nos remite a la etapa final, descompuesta y ya transicional del Medievo, cuando los señoríos eran inconmensurablemente mayores pero igualmente regidos por un modo del ejercicio del poder de corte feudal ejercido como crueldad ejemplar sobre los cuerpos, a la manera en que Foucault lo describió.

La dueñidad en Latinoamérica se manifiesta bajo la forma de una administración mafializada y gangsteril de los negocios, la política y la justicia, pero esto de ninguna forma debe considerarse desvinculado de un orden global y geopolítico sobreimpuesto a nuestros asuntos internos. El crimen y la acumulación de capital por medios ilegales dejó de ser excepcional para transformarse en estructural y estructurante de la política y de la economía.

En este nuevo mundo, la noción de un orden del discurso pautado por la colonialidad del poder se vuelve prácticamente insuficiente. De ese patrón emerge, nuda y cruda, la práctica del barrido de los pueblos de los territorios de ocupación tradicional o ancestral. De la colonialidad se consuma un retorno a la conquistualidad, sin los amarres o arrestos que por lo menos en alguna medida y en algunos casos la presencia de la Iglesia impuso un día a la avidez colonial (Gott, 2002). Para nuestro continente, América Latina, las formas extremas de crueldad que se expanden desde México, América Central y Colombia hacia el sur, su atmósfera dramática, caótica y crecientemente violenta pueden ser atribuidas a la idea de que en nuestros paisajes la Conquista nunca se completó, nunca fue consumada, y es un proceso continuo todavía en marcha.

Para este contexto histórico, la compasión, la empatía, los vínculos, el arraigo local y comunitario, y todas las devociones a formas de lo sagrado capaces de sustentar entramados colectivos sólidos operan en disfuncionalidad con el proyecto histórico del capital, que desarraiga, globaliza los mercados, rasga y deshilacha los tejidos comunitarios donde todavía existen, se ensaña con sus jirones resistentes, nulifica las marcas espaciales y puntos de referencia de cuño tradicional sagrado que obstaculizan la captura de los terrenos por el referente universal monetario y mercantil, impone la transformación de oikonomias de producción doméstica y circuitos de mercadeo local y regional en una única economía global, introduce el consumo como meta antagónica por excelencia y disruptiva con respecto a las formas de felicidad relacionales y pautadas por la reciprocidad de la vida comunitaria. En esta fase extrema y apocalíptica en la cual rapiñar, desplazar, desarraigar, esclavizar y explotar al máximo son el camino de la acumulación, esto es, la meta que orienta el proyecto histórico del capital, es crucialmente instrumental reducir la empatía humana y entrenar a las personas para que consigan ejecutar, tolerar y convivir con actos de crueldad cotidianos.

Debe ser por eso que una estrategia central de las guerras contemporáneas, guerras ya no entre Estados, guerras de un alto grado de informalidad, en América Latina y Medio Oriente, es la estrategia de la profanación (Segato, 2014; Kaldor, 2012). No es por otra razón que los expertos hablan hoy de una «feminización de la guerra». Existen innumerables pruebas en documentos humanos de todo tipo y lugar de que es la posición femenina la que custodia, encarna y representa el arraigo territorial, lo sagrado, la vincularidad y la comunidad. Chile y Qatar proporcionan los dos modelos que exponen las tendencias de la presente fase —apocalíptica— del proyecto histórico del capital. Chile, con la aplicación ortodoxa de la receta de Milton Friedman, que conduce a un régimen societario regido por el mercado. La tristeza que impregna la sociedad chilena es frecuentemente asociada por la propia gente al efecto de precariedad que ese modelo le imprime a la vida, en un sentido del término precariedad que lo desvincula de la idea de pobreza o carencia, para significar con precisión precariedad de la vida vincular, destrucción de la solidez y estabilidad de las relaciones que arraigan, localizan y sedimentan afectos y cotidianos. La experiencia de intemperie y desprotección se apodera así de una nación. Qatar, por otro lado, epitomiza el fenómeno de un gobierno de propietarios y la extensión territorial de la nación se confunde con la idea de un inmueble. La abstracción estatal no existe y el Estado es neta y literalmente patrimonial: un Estado de dueños. En América Latina, el patrimonialismo constitutivo de las repúblicas criollas corre un serio riesgo de qatarización. La reprimarización de la producción, la megaminería, la agricultura extractivista y el turismo extractivista son los correlatos del régimen absolutista de mercado y de la fusión del poder político con la dueñidad, de allí resulta la agresión al ser humano y a su medio en forma extrema, sin dejar más que restos a su paso. Intemperie progresiva de la vida, mercadeo de todo y reserva de seguridad exclusiva para los propietarios y controladores de los mecanismos de Estado. Radicalización del despojo, etnocidio, genocidio y conquistualidad.

Tal escena está ligada al ejercicio de la indiferencia frente a la crueldad, ensayada y entrenada, con saña impune, sobre el cuerpo de la mujer y de los jóvenes, como en Ayotzinapa —cuerpos que no representan al antagonista bélico, sujetos que no corresponden al soldado de la corporación armada enemiga. El terror de Estado de las dictaduras ha dejado paso a un terror difuso que se instala capilarmente en la sociedad. Afirmé que las nuevas formas de la guerra, en nuestro continente, son guerras represivas o guerras mafiosas, o quizás más exactamente una combinación de ambas a la vez, como un golpe que nos llega desde otro lugar, desde una Segunda Realidad (Segato, 2014). Creo inclusive que es posible hablar de una nueva forma de terror asociada a lo que he llamado aquí «intemperie» y que no sería otra cosa que un limbo de legalidad, una expansión no controlable de las formas paraestatales del control de la vida apoderándose de porciones cada vez mayores de la población, en especial de aquellos en condición de vulnerabilidad, viviendo en nichos de exclusión. Ese terror es la constatación, para muchas personas, de que el control estatal y la protección del Estado, así como las leyes republicanas son, y quién sabe si han sido siempre, una ficción, «un sistema de creencias», apenas una fe proveedora de una gramática estable para la interacción social y los límites de la conducta humana. Es posible que las dictaduras terminaran cuando ya habían preparado el terreno para las nuevas formas del terror. Ya no un terror de Estado, sino un entrenamiento para llevar la existencia sin sensibilidad con relación al sufrimiento ajeno, sin empatía, sin compasión, mediante el gozo encapsulado del consumidor, en medio del individualismo productivista y competitivo de sociedades definitivamente ya no vinculares. Algo que remite a la diferencia apuntada por Hannah Arendt entre soledad y aislamiento, este último precondición del control totalitario.

Defendí por mucho tiempo la separación de los feminicidios íntimos de los feminicidios públicos, bélicos, en una fase informal de las guerras. Hoy la lección de la guerra informal, paraestatal, en sus varias formas, ha entrado en las casas, y el umbral de sufrimiento empático se ha retirado. En Guatemala la guerra dejó una secuela de hogares indígenas y campesinos ultra-violentos — atención: no fue al contrario, como sostiene un cierto pensamiento feminista eurocéntrico. La violencia sexual y feminicida no pasó de los hogares a la guerra, su derrotero fue el inverso. En nuestros días, como demuestran una serie de casos en todo el continente, el crimen íntimo pasa a tener características de crimen bélico: la desova de la víctima al aire libre, en las zanjas, basurales y alcantarillas, la espectacularidad de los asesinatos, que han pasado a perpetrarse también en lugares públicos. Asimismo, hablan de ese terror difuso las ejecuciones sumarias, extrajudiciales y a manos de agentes estatales, que sin explicación aumentan cada día en América Latina y especialmente en Brasil, agrediendo la lógica, la gramática que permite tener una expectativa estabilizada de mi relación con los otros.

Es por todo esto que podemos aventurar que, si cada época tiene una personalidad modal, funcional a su fase propia de relaciones económicas (histeria para la revolución industrial, esquizofrenia con su delirio en la expresión artística del modernismo), la estructura psicopática se presenta hoy como la personalidad modal. La personalidad psicopática parecería ser hoy la estructura de personalidad mejor equipada para operar de forma funcional en el orden de la fase apocalíptica del capital. El perfil psicopático, su ineptitud para transformar el derrame hormonal en emoción y afecto, su necesidad de ampliar constantemente el estímulo para alcanzar su efecto, su estructura definitivamente no-vincular, su piel insensible al dolor propio y, consecuentemente y más aún, al dolor ajeno, su enajenación, encapsulamiento, desarraigo de paisajes propios y lazos colectivos, la relación instrumental y cosificada con los otros… parece lo indispensable para funcionar adecuadamente en una economía pautada al extremo por la deshumanización y la ausencia de límites para el abordaje de rapiña sobre cuerpos y territorios, dejando solo restos. Es así que una pedagogía de la crueldad se presenta como el criadero de personalidades psicopáticas apreciadas por el espíritu de la época y funcionales a esta fase apocalíptica del capital.

El extraño destino de la película británica La naranja mecánica, de 1971, basada en la novela homónima de Anthony Burgess, a su vez escrita bajo el impacto de la violación sufrida por la esposa del autor en Londres durante la Segunda Guerra Mundial por parte de soldados estadounidenses, parece confirmar mi tesis sobre la abrupta y funcional reducción de la empatía en nuestro tiempo. La naranja mecánica, dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada de forma inolvidable por Malcolm McDowell, fue una de las películas más censuradas de la historia del cine en varios países, inclusive en la propia Inglaterra. En ella se suceden escenas de golpizas, violaciones, asesinatos y un feminicidio. Alex, el personaje central, pasa de la total ausencia de empatía como victimario a un estado de empatía y vulnerabilidad al sufrimiento ajeno, logrado por medio de un tratamiento psiquiátrico experimental, que lo transforma inevitablemente en víctima. No hay posición intermedia entre la personalidad del victimario y de la víctima, el antes y el después del experimento «terapéutico», es decir, si la posición de victimario es abandonada, no resta alternativa que volverse vulnerable. Pero lo más extraordinario del caso es que hoy, 40 años después de su estreno y como el propio McDowell ha reconocido (2009), aquel espanto con que los públicos recibieron esta obra ha desaparecido por completo, dando lugar a la risa del público ante algunas de las que fueron, en el pasado, sus escenas más horrorosas. Claro indicio este de la naturalización de la personalidad psicopática y de la violencia, en especial de la violencia contra la mujer, secuencia central de la película.

Se trata de un signo incontestable del proceso de los tiempos y del modo de vida que se ha impuesto en el capitalismo tardío. En esta era, el sufrimiento y la agresión impuestos al cuerpo de las mujeres, así como la espectacularización, banalización y naturalización de esa violencia constituyen la medida del deterioro de la empatía en un proceso adaptativo e instrumental a las formas epocales de explotación de la vida.
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(1)  Según OXFAM, en 2010, 288 personas tenían la misma riqueza que la mitad más pobre; eran 177 en 2011, 159 en 2012, 92 en 2013, 80 en 2014 y 62 en 2015. Véase OXFAM, «62 personas poseen la misma riqueza que la mitad de la población mundial», 18 de enero de 2016; disponible en Internet.