Reseña. Las ciudades del poder. Lo urbano, lo nacional, lo popular y lo global

Andreu Blai Fernández-Serrano
Libro reseñado: 
TERRA. Revista de Desarrollo Local
07/12/2022
Ciudades
Estado
economía política

Göran Therborn es un respetado sociólogo sueco con un amplio abanico de obras en estudios comparados como ¿Cómo domina la clase dominante? Aparatos de Estado y poder estatal en el feudalismo, el socialismo y el capitalismo (2016) o La ideología del poder y el poder de la ideología (2015). En esta obra, sin embargo, el autor se propone desarrollar el proceso de transformación de las ciudades a lo largo de la modernidad. En este sentido, los adjetivos del subtítulo — urbano, nacional, popular y global— no son en balde, sino que hacen referencia al conjunto de tendencias sociales que en cierto grado influyen en las transformaciones urbanas más recientes. Después de todo, se trata de analizar y ver como el espacio físico que habitamos se ve objeto y participe de las transformaciones sociales y culturales más generales. Lo urbano hace referencia al entorno histórico de la ciudad, lo nacional viene a ser el surgimiento del Estado-nación y la necesidad de constituir un centro de que lo popular hace referencia a las resistencias y movimientos subalternos y lo global al capitalismo globalizado.

Pese a que los cuatro ejes se entretejen a lo largo de la obra, cada uno tiene un espacio determinado en el libro. Así, el libro empieza desde la constitución de los Estados-nación y la ruta que los diferentes países han seguido con tal de constituirse como tal. En primer lugar, la fundación nacional, que se produce en la Europa occidental; en segundo lugar, las secesiones coloniales, en referencia a las colonias inglesas como Australia o Estados Unidos de América; en tercer lugar, la nacionalización del colonialismo, a partir de los movimientos de independencia nacional a mediados del siglo XX; y, en cuarto lugar, la modernización reactiva, impulsada por las élites políticas premodernas como una transformación desde arriba. La constitución actual de las capitales, como símbolo político y cultural de la nación, dependen en última instancia de la ruta histórica del estado al que pertenecen: “las ciudades capitales resultantes poseen todas ellas marcas duraderas del nacimiento de sus naciones. El proceso doméstico de la formación del Estado-nación en Europa supuso una larga continuidad en la forma y la arquitectura urbanas. Las capitales nacionales necesitaron muchísimos edificios nuevos, pero virtualmente todas ellas se construyeron siguiendo el repertorio europeo existente de estilos y formas, adaptándolas firmemente al paisaje urbano prenacional. […] Las nuevas capitales de las excolonias del Imperio británico fueron construidas casi todas ellas de la nada, sin tradiciones propias, erigidas por razones de equilibrio y compromiso colonial postimperial. […] Las capitales latinoamericanas eran antiguos centros imperiales, bastante jóvenes para los estándares europeos o asiáticos, aunque la mayor parte de ellas tenían unos 300 años de antigüedad, estaban bien dotadas de iglesias barrocas. […] Las naciones excoloniales se autodefinen por las políticas coloniales por los lazos territoriales con sus antiguas potencias coloniales […] Todas las capitales de estas naciones han sido moldeadas por la dualidad colonial. […] Las capitales de la modernización reactiva han mantenido, por otro lado, gran parte de la tradicional integración jerárquica y siguen mostrando cierto sentido de continuidad y evolución cultural” (Therborn, 2017, p.182).

En la segunda mitad del libro, Therborn discute en torno la protesta social y las reformas urbanas promovidas por movimientos populares, el monumentalismo fascista —con los ejemplos de Roma y Berlín—, las manifestaciones urbanas del comunismo y los efectos e internacionalización de las ciudades en el capitalismo moderno. La protesta urbana abarca desde las ciudades jardín hasta la Comuna de París, el poder popular en Filipinas o la Primavera Árabe. El efecto de estas es corto y simbólico, a diferencia de las reformas urbanas llevadas a cabo desde el poder político. Además, el crecimiento urbano a partir de la segunda mitad de siglo XX favorecía el crecimiento de asentamientos periférico, hecho que añadía números a los movimientos de protesta y un desafío —en materia de vivienda y provisión de servicios— a la planificación urbana. Las ciudades principales de los fascismos, sin embargo, aspiran a ofrecer un mayor espectáculo urbano a través de la monumentalidad. En el caso de Roma, por ejemplo, Mussolini y sus consejeros políticos querían ofrecer respeto al pasado imperial. El modo más inmediato de intervención fue delimitar el centro urbano de la ciudad sobre la base de criterios históricos y la circunvalación viaria fue el mecanismo para materializar dicha delimitación. El comunismo es tratado como una ruta distinta, aunque relacionada: “aunque la propaganda monumental fue desde el principio un tema importante dentro de la política comunista, los bolcheviques no tenían una concepción elaborada del urbanismo socialista. La revolución abrió un período entusiasta de teorización y proyección urbana de enorme trascendencia y fue responsable de gran parte de la moderna edificación que se llevó a cabo” (Therborn, 2017, p. 271).

El libro, pese a no discutir esta cuestión, ejemplifica la insuficiencia de la contraposición abstracta entre el Estado —como la esfera política separada— y la sociedad civil. Lo característico del capitalismo es la forma-mercancía del trabajo y la producción de plusvalía. El fetichismo de la mercancía, que es, en último término, ese proceso de abstracción en el que toda relación social se presenta mistificada como una relación entre mercancías; se precisa que haya individuos desposeídos de medios de producción —y que, por tanto, sean portadores de su fuerza de trabajo como mercancía— y que mantengan una relación de igualdad jurídica con quién sí es propietario de los medios de producción. De este modo, el Estado moderno es el primer Estado fundado en la producción y en el intercambio universal de mercancías. El modo de ser del Estado moderno tiene su razón de ser en la economía moderna y en la inversión que se produce entre el trabajo concreto, por un lado, y el trabajo abstracto, por el otro. Dominando el segundo, como categoría portadora del valor, al primero. El Estado como esfera política separada de la vida social, pues, se funda sobre la generalización de la producción y el intercambio de mercancías. En este punto, la crítica marxiana al Estado no apuntala simplemente a sus deficiencias por armonizar la conflictividad de la sociedad civil; sino al papel específico y necesario que juega la esfera de la política y del derecho en el sistema de producción e intercambio. El Estado es, entonces, un elemento que compone el sistema de revalorización del capital. No existe, por tanto, un desdoblamiento, sino que la esfera política y la esfera económica participan en una misma enajenación: la que resulta de la explotación del trabajo y revalorización de la forma-valor. Las capitales participan de dicho proceso en tanto que representantes de dicho interés político y económico.

REFERENCIAS

Lefebvre, H. (2013). La producción del espacio. Capitán Swing.
Therborn, G. (2015). La ideología del poder y el poder de la ideología. Siglo XXI.
Therborn, G. (2016). ¿Cómo domina la clase dominante? Aparatos de Estado y poder estatal en el feudalismo, el socialismo y el capitalismo. Siglo XXI.

Andreu Blai Fernández-Serrano
Graduado en Sociología y Ciencias Políticas y de la Administración Pública
(Universidad de Valencia, Valencia, España)